Fútbol
“¿En qué se parece el fútbol a Dios?. En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que le tienen muchos intelectuales”
En una ocasión asistí a un partido de la Selección de Ecuador, que jugó contra Paraguay. Estuve con mi Papá aguantando una hora de sofocante calor, luego 2 horas de lluvia y durante el partido nuevamente el calor. Todo esto a la intemperie.
La situación se volvió más dramática pues Ecuador comenzó perdiendo y en un momento el marcador estuvo 2 goles bajo cero, cuestión que luego por la actuación de jugadores como: Antonio Valencia y Édison Méndez cambió y al final el contundente 5 a 2 favoreció a la Selección de Ecuador.
Ese día está impregnado en mi mente y creo (y aspiro) que nunca lo olvidaré. Ver a la Selección no solo fue una muestra de nacionalismo, sino que contribuyó a un momento padre-hijo que ninguno de los dos olvidamos. Finalmente, y este quiero que sea el punto de este ensayo, ahí mientras, metía los goles Ecuador, la gente alrededor parecía feliz, en realidad se sentían como hermanos, se abrazaban entre desconocidos y el egoísmo típico del ser humano se diluía.
El fútbol es el opio del pueblo, como lo es cualquier aspecto de la vida del ser humano que nos separe de la realidad social, política y humana en la cual nos constituimos. Son solo placebos y drogas que nos aíslan de un mundo donde unos cuantos se aprovechan de muchos.
Pero hay algo más. “Por suerte todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún descarado carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”, dice Eduardo Galeano.
Es que el fútbol encierra precisamente esa libertad. Demos la vuelta al párrafo “del opio del pueblo”. El fútbol desde la otra cara de la moneda representa ese momento en que las personas salen de ese mundo lleno de angustia y se aceptan como instintivos en el mundo de la felicidad del placer; casi, casi como el sexo.
Cierto son los elementos económicos y todo el aparataje de consumo que se inscribe alrededor de este deporte de multitudes, pero también, y nadie lo puede negar, que el gol, ya sea en un estadio con 100 mil personas o en la calle del barrio del niño descalzo de 10 años, produce la misma sensación placer y alegría.
El gol, como dice Galeano, es un orgasmo que se nos está permitido, que nos impulsa a abrazar al que está de nuestro lado, aunque luego seamos los mismos sujetos cosificados que no somos capaces de extender un saludo a un desconocido.
Catarsis también es y que viva la “puteada” y que viva el “chuchismo” a la otra hinchada, al árbitro o al jugador. Esto también es parte de nuestra reivindicación como seres que merecemos la libertad de putear (de obedecer al instinto) y en esos 90 minutos le mostramos el dedo al poder.
Aunque el Poder esté a favor de esta terapia funcionalista, eso no desquita que el simulacro de la felicidad sea tangible, la sonrisa perdura. La unión, todo un estadio, la mayor religión del planeta se expresa y se revierte. “En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades”, señala Galeano, mostrando como el dios dólar, por un momento se olvida y se cae en los pecados de los instintos básicos como el uso de los sentidos al gritar, al ver, al oir y al sentir las palpitaciones de un partido.
Fútbol, bendito fútbol, sin ti la vida sería (o podría conllevar a aquello) lo que a veces suele ser una condena, una vida larga y sin futuro, un mundo redondo que no tiene inicio y final. Entonces el fútbol es vida, es esperanza y es alegría.